Wednesday, January 09, 2008

La lluvia, la mano, las gracias

Llovía a cantaros. Copiosa y abundantemente. Todavía mi estatura era tan pequeña, que necesitaba empinarme para poder atisbar por la barandilla del balcón de la casa de la abuela. 4 años justos. Y si contamos con que hoy no sobrepaso los 5’1”, podemos suponer que era bastante menuda.

La salida del colegio era un hervidero de niños que corrían por todas partes, niños con el uniforme descompuesto y sucio, después de una mañana de juegos interminables. Niños sudorosos, considerando las 12:30 del medio día en el trópico, pero ese día nadie sudaba por el sol, quizás se sudaba por ejercicio, porque todos corríamos para guarecernos de la lluvia. Yo, probablemente, también sudaba por angustia, por la angustia de que no encontraba a mi hermano, 3 años la edad de él por aquel entonces, y porque no veía a mi padre. No encontraba a mi padre quien era que nos recogía a esa hora. Entre tantos niños más altos y corpulentos que yo, no alcanzaba a mirar desde la galería exterior del edificio central del colegio donde estaba casi aplastada contra la pared por la masa humana que se había ido aglomerando por la lluvia.

Casi había empezado a correr una lágrima por mi cara. Entonces apareció él. Me tomó de la mano, me miró con dulzura, se abrió paso entre los niños –él era un adulto, podía hacerlo con facilidad- me adelantó hasta casi la escalera de salida y me dijo: “¡Ahora, mira ahora! Justo en ese instante, iba pasando mi padre con mi hermano tomado de su mano. Yo salí disparada, como una bala que sale del cañón.

“¡Papi, papi, aquí estoy!” -¿Qué haces aquí todavía? No te habías ido con tu tía y tu primo? Yo no te había visto… ¡Ibas a quedarte aquí, mi amor! - Y me tomó en sus brazos con especial cuidado y nos colocó en el automóvil a mi hermano y a mí. Yo volteé el rostro, esperando descubrirle, saludarle, darle las gracias al joven aparecido de la nada que se había dado cuenta de que era el momento justo en que debía encontrarme con papi. Que se había dado cuenta de que si yo no salía en ese momento, me iba a quedar varada en el colegio. No le vi. Había desaparecido.

En los días subsiguientes, estuve intentando verle de nuevo. Lo suponía bastante fácil. No era un estudiante porque no llevaba uniforme, sino un extraño trajecito blanco un poco ridículo. Tampoco era un maestro porque me parecía muy joven. De todas formas, ¿Qué tanto puede buscar una niñita de 4 años en un colegio tan grande?

Quizás le vi de nuevo en un evento que yo confundí con un sueño, algo que pareció bastante real porque sólo pudo ser una fantasía cuando sentí que estaba despertando. Ciertamente era su rostro, eran sus manos. Olvidé darle las gracias. Quizás hoy puedo hacerlo. Le voy a dar las gracias con el mismo entusiasmo con que quise hacerlo ese día. Y aunque hay muchas cosas que pueden ser muy simples, también son los pequeños detalles que dimensionan la existencia y el proceder futuro de un niño. Los eventos suelen estar atados y suelen desatar reacciones en cadena. El “qué hubiera pasado si…” se convierte en una telaraña de acontecimientos complejos que pueden o no pueden ocurrir. Si esa tarde yo no hubiera encontrado a mi padre, yo me atrevo a afirmar con propiedad que la vida hubiese sido diferente.

Es complicado, pero a la vez es muy simple. Que sea una frase simple para darte un agradecimiento complicado: Muchas gracias, Mel…

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