Te gustaba que en las mañanas mojáramos las paredes de la casa. Dijiste un día: “Ayer ustedes lavaron la casa en la mañana. Mojaron todas las paredes, a mediodia, cuando el sol estaba en su cénit, la casa no se sentía tan caliente como siempre, las paredes están frescas. La que vaya a lavar la casa cada día, debe mojar las paredes también” Y así lo hacíamos. A mí casi nunca me tocaba. Estaba demasiado ocupada, de aquel lado, con los niños entreteniéndoles y probablemente dándoles alguna charla o preparando alguna dinámica. Nunca tenía tiempo en antes de mediodia. En los últimos veranos, me encargaste el almacén de la cocina. Iba calculando cuándo se agotaría cada cosa, lo odiaba de verdad; odiaba tener que estar junto al camión del almacén verificando lo que había llegado y luego pasándoles los pedidos. Sin embargo, en tu increíble anticipación a todas las cosas, intuíste mis habilidades para la organización y no sé qué pensarías si supieras que hoy me dedico a administrar almacenes. Ese día, sí me tocó limpiar la casita. Y lo hice con ánimo, cantando. Limpié todo, lo mojé todo. Dos horas de agua desperdiciada por todas partes en mi lento ejercicio de barrer y trapear. Cuando terminé me preguntaste si no iba a la Ventana hoy. - Sí, ya me voy, que me dejan-.
En aquel entonces, desde que me levantaba me ponía el traje de baño, debajo de mi camiseta más vieja y mis pantalones cortos, lista para irme al rio. Siempre en zapatillas, siempre con mi gorrita o mi sombrero, porque el pelo se me rizaba impetuoso, la brisa me lo arrojaba en la cara y me molestaba. ¡Jueves en la mañana tenía tanta energía! Esa semana estaban unos muchachos contemporáneos mi, 15 ó 16 años. Nadamos muchísimo y las horas se nos fueron volando, el almuerzo copioso me dio sueño y luego del reposo, más diversión. Tenía los brazos molidos de tanto jugar voleiball. Para las cuatro de la tarde ya estaba de nuevo cubierta de polvo, increíblemente sucia, increíblemente tostada por el sol y con muchísima más euforia que en las últimas semanas, en las que había estado enferma del agotamiento que da el no tener las mismas comodidades que en casa. A la hora del baño de la tarde, hice mi mejor esfuerzo por lucir limpia. Todas hicimos nuestro mejor esfuerzo por estar limpias. Las tres estábamos en el patio de la casita, J. había buscado una poncherita para que nos arregláramos los pies, M. se limaba las uñas de las manos y yo me acababa de cepillar las mías. Mientras tanto, tú te hacías el que leía en su hamaca, y al final ya parecimos importunarte, porque te fuiste a realizar uno de tus tácticos recorridos para dejarnos todo el espacio a nosotras.
Cuando regresaste, sólo quedaba yo en la casita y al salir de la habitación que ocupábamos las muchachas y yo, te encontré leyendo en tu mecedora. Salí muy cantarina, peinada y impecable, con las mejores ropitas que me quedaban limpias y, por primera vez en varios días, con un pantalón largo. Mi jean favorito, el de las ocasiones especiales en campamento.
Lee mi mano.- Te dije mientras cruzaba a tu lado y a modo de despedida. Talvez mi sonrisa no fue tan tímida, talvez quería que me dijeras que esa noche habrían estrellas fugaces, que las chispitas del crepitar del fuego de la fogata se elevarían como una oración hasta el cielo, que esa noche sería mágica, que todo el grupo de adolescentes bajaríamos abrazados desde la lomita, donde esa noche diste la misa. Pero no me dijiste nada de eso. Me dijiste que yo era como la estela de barco. Y yo no lo entendí. Yo entendí que me habías dicho un piropo, yo entendí que me elogiabas.